—Creo que fue Falstaff quien me hizo desenamorarme del bardo.
—¿Cómo dices? —preguntó Mahnmut a través de la conexión. Estaba ocupado conduciendo el moribundo sumergible hacia la costa aún invisible a unos débiles ocho nudos, intentando mantener la nave en funcionamiento, escrutando los cielos con la boya periscopio en busca de carros enemigos y reflexionando de manera general sobre la improbabilidad de su supervivencia. Orphu llevaba en silencio en la bodega de La Dama Oscura desde hacía más de dos horas. Ahora esto—, ¿Qué decías sobre Falstaff?
—Estaba diciendo que fue Falstaff quien me hizo apartarme de Shakespeare y acercarme a Proust.
—Yo pensaba que te encantaría Falstaff —dijo Mahnmut—. Es tan gracioso.
—Me encantaba Falstaff —respondió Orphu—. Bueno, me identificaba con Falstaff. Quería ser Falstaff. En una época pensé que me parecía a Falstaff.
Mahnmut trató de imaginarlo. No pudo. Centró su atención en las funciones de la nave y el periscopio.
—¿Qué te hizo cambiar de opinión? —preguntó.
—¿Te acuerdas de la escena de Enrique IV, Primera Parte, en que Falstaff encuentra el cadáver de Henry Percy, Hotspur, en el campo de batalla?
—Sí —-dijo Mahnmut. El periscopio y el radar indicaban que el cielo estaba libre de carros. Se había visto obligado a desconectar el reactor estropeado durante la noche y el nivel de las baterías de reserva había caído hasta el cuatro por ciento, lo que les permitía una velocidad de solamente seis nudos, y la energía seguía bajando. Mahnmut sabía que tendría que llevar a La Dama Oscura a la superficie de nuevo, y muy pronto: cada vez que subían tomaba aire marciano para su propia supervivencia, lo almacenaba en su nicho, lo respiraba hasta que se volvía rancio, y dirigía hacia Orphu todo el aire producido en la nave. El submarino no había sido diseñado para abrirse a la «atmósfera» europana, y había tenido que anular una docena de protocolos de seguridad para dejar entrar el aire marciano.
—Falstaff apuñala el cadáver de Hotspur en el muslo sólo para asegurarse que está muerto —dijo Orphu—. Luego se lo carga a la espalda para arrogarse el mérito de haberlo matado.
—Cierto —dijo Mahnmut. Los MPS indicaban que estaban a treinta kilómetros de la costa, pero no había ni rastro de ella en el periscopio, y no quería dirigir el radar hacia tierra. Se dispuso a vaciar los tanques de lastre y subir de nuevo a la superficie, pero se preparó para una inmersión de emergencia si algo aparecía en el radar—. Lo mejor del valor es la discreción, y la discreción me ha salvado la vida —citó—. Todos los estudiosos de Shakespeare a los que he leído, Bloom, Goddard, Bradley, Morgann, Hazlitt, e incluso Emerson, opinan que puede que Falstaff sea uno de los más grandes personajes creados jamás por Shakespeare.
—Sí —dijo Orphu y calló un minuto mientras el sumergible se estremecía y rugía por la descarga de los tanques de lastre. Cuando la nave volvió a quedar en silencio y sólo se oía el océano al otro lado del casco, dijo—: Pero yo encuentro a Falstaff despreciable.
—¿Despreciable?
El submarino salió a la superficie. Era poco después del amanecer, y el sol (muchísimo más grande que el puntito de estrella que Mahnmut estaba acostumbrado a ver en Europa) apenas sobresalía por el horizonte. Abrió las exclusas y respiró el aire fresco y salino.
—¿En qué es experto? En tretas y astucias. ¿En qué es astuto? En villanías. ¿En qué es villano? En todo —dijo Orphu.
—Pero el príncipe Enrique bromeaba cuando dijo eso. —Mahnmut decidió navegar por la superficie. Era mucho más peligroso (el radar había detectado un carro volador cada una o dos horas mientras estaban sumergidos) pero podrían recorrer ocho nudos en la superficie y estirar sus menguadas reservas de energía.
—¿Bromeaba? —dijo Orphu—. Rechaza al viejo pícaro en Enrique IV, Segunda Parte.
—Y Falstaff se muere por ello —dijo Mahnmut, respirando el aire límpido y pensando en Orphu, allá abajo en la bodega negra e inundada, conectado a la vida sólo a través de la línea de O2 y el intercomunicador. La primera vez que subieron a la superficie, Mahnmut se había dado cuenta de que sería imposible sacar al gran ioniano de allí hasta que llegaran a tierra—. El rey le ha roto el corazón —dijo, citando a la hostelera Quickly.
—He decidido que merecía ser desterrado —dijo Orphu—. Cuando le ordenaron reclutar soldados para la guerra con Percy, Falstaff aceptó sobornos para dejar a los buenos y reclutar sólo a perdedores. Hombres a quienes llamó «carne de cañón».
Mientras sentía que La Dama Oscura avanzaba más rápido sobre las suaves olas, Mahnmut siguió controlando el sonar, el radar y el periscopio.
—Todo el mundo dice Falstaff es mucho más interesante que Enrique —dijo—. Gracioso, realista, antimilitarista, ingenioso... Hazlitt escribió: «La bendición de la libertad obtenida con humor es la esencia de Falstaff.»
—Sí —dijo Orphu—. Pero, ¿qué clase de libertad es ésa? ¿La libertad de burlarse de todo? ¿La libertad de ser un ladrón y un cobarde?
—Sir John era un caballero —dijo Mahnmut. De repente su atención se centro en lo que Orphu estaba diciendo: Orphu, el cínico y burlón comentarista sobre la locura de la existencia moravec—. Empiezas a parecerte a Koros III —dijo.
Eso hizo que Orphu se estremeciera.
—Nunca seré un guerrero.
—¿Era guerrero Koros? ¿Crees que mató moravecs durante su misión al Cinturón? —Mahnmut sintió curiosidad.
—Nunca sabremos lo que sucedió en el Cinturón —dijo Orphu—, y dudo que Koros tuviera más ganas de luchar que el resto de nosotros, en cumplimiento del deber, cosas de las que Falstaff se mofaba incluso en su amado príncipe Enrique.
—Y tú piensas que aquí nos trae el deber —dijo Mahnmut. Había neblina al sur.
—Algo así.
—¿Y crees que podrías necesitar ser más Hotspur que Falstaff?
Orphu de Io volvió a estremecerse.
—Puede que sea demasiado tarde para eso. Perdí el tiempo, y ahora el tiempo me pierde a mí.
—Eso no es de Falstaff.
—De Ricardo III —dijo una voz desde la bodega.
—¿Crees que eres demasiado viejo para lo que nos aguarda? —dijo Mahnmut, preguntándose qué podía aguardarles.
—Bueno, me siento un poco viejo, sin ojos, sin piernas, sin manos, sin dientes y sin caparazón —respondió el ioniano.
—Nunca has tenido dientes —dijo Mahnmut. La misión de Koros era explorar cerca del gran volcán, el Olympus, y llevar el Aparato de la bodega de carga lo más cerca posible de su cima. Pero La Dama Oscura estaba cerca de la muerte y Orphu podría estar también muriendo. Aunque Orphu sobreviviera, tal vez no pudiera ver o moverse o cuidar de sí mismo si conseguían llegar a tierra. ¿Cómo iba Mahnmut a llevar el Aparato tres mil kilómetros tierra adentro mientras impedía que su amigo y él fueran detectados y destruidos por la gente de los carros?
Preocúpate de eso cuando lleves La Dama a tierra y Orphu pueda salir de la bodega, pensó. Una cosa después de otra. El cielo azul estaba libre de amenazas, pero se sentía terriblemente expuesto mientras el sumergible avanzaba hacia el sur sobre las olas.
—¿Tiene algún consejo tu amigo Proust? —le preguntó a Orphu.
Orphu se aclaró la garganta con un estremecimiento:
La ancianidad tiene todavía su honra y su trabajo;
la muerte lo acaba todo: pero algo antes del fin,
alguna labor excelente y notable, todavía puede realizarse...
No es demasiado tarde para buscar un mundo más nuevo...
Aunque mucho se ha perdido, mucho queda; y a pesar
de que no tenemos ahora el vigor que antaño
movía cielo y tierra, lo que somos, somos:
un espíritu ecuánime de corazones heroicos,
debilitados por el tiempo y el destino, pero con la firme voluntad
de combatir, buscar y no ceder.
—No querrás hacerme creer que eso es de Proust —dijo Mahnmut. La neblina, al sur, se despejaba.
—No. Es del Ulises, de Tennyson.
—¿Quién es Ulises?
—Odiseo.
—¿Quién es Odiseo?
Hubo un silencio de desconcierto. Finalmente, Orphu dijo:
—Ah, amigo mío, esta laguna en tu por lo demás excelente educación exige ser reparada. Puede que necesitemos saber todo lo posible sobre...
—Espera —dijo Mahnmut. Y un minuto más tarde—: ¡Espera!
—¿Qué ocurre?
—Tierra. Veo tierra.
—¿Algo más? ¿Algún detalle?
—Estoy cambiando la resolución —dijo Mahnmut.
Orphu esperó, pero finalmente dijo:
—¿Y...?
—Las caras de piedra —dijo Mahnmut—-. Veo las caras de piedra... en la cima de los acantilados, principalmente. Extendiéndose hacia el este hasta donde puedo ver.
—¿Sólo hacia el este? ¿No al oeste?
—-No. La hilera de caras termina casi donde tendríamos que tomar tierra. Percibo movimiento allí. Hay cientos de personas, o de cosas, moviéndose a lo largo de los acantilados y por la playa.
—Será mejor que nos sumerjamos —dijo Orphu—. Esperemos a que anochezca antes de desembarcar. Encuentra una cueva submarina o algo donde puedas ocultar La Dama y...
—Demasiado tarde —dijo Mahnmut—. A la nave no le quedan más de cuarenta minutos de soporte vital y propulsión. Además, la forma, la gente... han dejado de empujar caras de piedra hacia el oeste. Acuden a la playa a centenares. Nos han visto.